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EL SUPUESTO DISCURSO DEL OBISPO
JOSIP STROSMAJER ("STROSSMAYER")
En 1870 el periódico inglés The Guardian publicó un documento atribuido al obispo croata Josip Strosmajer y supuestamente pronunciado por él en las sesiones del Concilio Vaticano I. La Iglesia siempre ha mantenido que dicho documento era una burda falsificación por parte de grupos protestantes. No obstante que haya constancia que Strossmayer estaba muy en contra de la proclamación de la infalibilidad papal, en honor a la verdad hay que aceptar igualmente que haya constancia de que él no lo escribió ni lo pronunció. No obstante, si atribuir la autoría del documento a Srossmayer fuese una falsedad o un error, esto no convierte el documento como tal en una falsificación. Estamos hablando de un documento histórico escrito como reacción a la sopa que se estaba cociendo en el Vaticano, una sopa a todas luces contraria a la tradición de la Iglesia. Grosso modo el supuesto discurso esta muy bien documentado y muy en la línea de las opiniones de los teólogos católicos más independientes de la mitad del siglo XIX. A continuación el documento en cuestión:
"VENERABLES PADRES Y HERMANOS:
No sin
temor, pero con la conciencia libre, tranquila ante Dios que vive y me ve, tomo
la palabra en medio de vosotros en esta augusta asamblea.
Desde que me
hallo sentado aquí con vosotros, he seguido con atención los discursos que se
han pronunciado en esta sala, ansiando con grande anhelo que un rayo de luz,
descendiendo de arriba, iluminase los ojos de mi inteligencia, y me permitiese
votar los cánones de este santo Concilio Ecuménico con perfecto conocimiento de
causa.
Penetrado del sentimiento de responsabilidad, por lo cual Dios me
pedirá cuenta, me he puesto a estudiar, con escrupulosa atención, los escritos
del Antiguo y Nuevo Testamento; y he interrogado a estos venerables monumentos
de la verdad para que me diesen a saber si el santo Pontífice, que preside aquí,
es verdaderamente el sucesor de San Pedro, Vicario de Jesucristo, e infalible
doctor de la Iglesia.
Para resolver esta grave cuestión, me he visto
precisado a ignorar el estado actual de las cosas, y transportarme en
imaginación, con la antorcha del Evangelio en las manos, a los tiempos en que ni
el ultramontanismo ni el galicanismo existían, y en los cuales la Iglesia tenía
por doctores a S. Pablo, S. Pedro, Santiago y S. Juan, doctores a quienes nadie
puede negar la autoridad Divina sin poner en duda lo que la Santa Biblia, que
tengo delante, nos enseña, y la cual el Concilio de Trento proclamó la regla de
fe y de moral.
He abierto, pues, estas sagradas páginas; y bien, ¿me
atreveré a decirlo? Nada he encontrado que sancione próxima o remotamente la
opinión de los ultramontanos. Aún es mayor mi sorpresa, porque no encuentro en
los tiempos Apostólicos nada que haya sido cuestión de un Papa sucesor de S.
Pedro y Vicario de Jesucristo, como tampoco de Mahoma que no existía
aún.
Vos, Monseñor Maunig, diréis que blasfemo; vos, Monseñor Pío, diréis
que estoy demente. ¡No, monseñores; no blasfemo ni estoy loco! Ahora bien;
habiendo leído todo el Nuevo Testamento, declaro ante Dios con mi mano elevada
al gran Crucifijo, que ningún vestigio he podido encontrar del Papado tal como
existe ahora.
No me rehuséis vuestra atención, mis venerables hermanos, y
con vuestros murmullos e interrupciones justifiquéis a los que dicen, como el
Padre Jacinto, que este Concilio no es libre, porque vuestros votos han sido de
antemano impuestos. Si tal fuese el hecho, esta Augusta Asamblea, hacia la cual
las miradas de todo el mundo están dirigidas, caería en el más grande
descrédito.
Si deseáis que sea grande, debemos ser
libres.
Agradezco a su excelencia Monseñor Dupanloup el signo de
aprobación que hace con la cabeza. Esto me alienta y prosigo.
Leyendo,
pues, los santos libros con toda la atención de que el Señor me ha hecho capaz,
no encuentro un solo capítulo, o un corto versículo, en el cual dé a San Pedro
la jefatura sobre los Apóstoles, sus colaboradores.
Si Simón, el hijo de
Jonás, hubiese sido lo que hoy día creemos sea Su Santidad Pío IX, extraño es
que nos les hubiese dicho: --"Cuando haya ascendido a mi Padre, debéis todos
obedecer a Simón, Pedro, así como ahora me obedecéis a mí. Le establezco por mi
Vicario en la tierra".
No solamente calla Cristo sobre este particular,
sino que piensa tan poco en dar una cabeza a la Iglesia, que cuando promete
tronos, a sus Apóstoles, para juzgar las doce tribus de Israel (Mateo, cap. 19,
vers. 28) les promete doce, uno para cada uno, sin decir que entre dichos
tronos, uno sería más elevado, el cual pertenecería a Pedro. Indudablemente si
tal hubiese sido su intento, lo indicaría. ¿Qué hemos de decir de su silencio?
La lógica nos conduce a la conclusión de que Cristo no quiso elevar a Pedro a la
cabeza del Colegio Apostólico.
Cuando Cristo envió los Apóstoles a
conquistar el mundo, a todos igualmente dio el poder de ligar y desligar y a
todos dio la promesa del Espíritu Santo. Permitidme repetirlo: si El hubiese
querido constituir a Pedro su Vicario le hubiese dado el mando supremo sobre su
ejército espiritual.
Cristo, así lo dice la Santa Escritura, prohibió a
Pedro y a sus colegas reinar o ejercer señorío, o tener potestad sobre los
fieles, como hacen los reyes de los Gentiles (Lucas, 22, 25 y 26). Si San
Pedro hubiese sido elegido Papa, Jesús no diría esto; porque, según nuestra
tradición, el Papa ya tiene en sus manos dos espadas, símbolos del poder
espiritual y temporal.
Hay una cosa que me ha sorprendido muchísimo.
Resolviéndola en mi mente, me he dicho a mí mismo: si Pedro hubiese sido elegido
Papa, ¿se permitiría a sus colegas enviarle con S. Juan a Samaria para anunciar
el Evangelio del Hijo de Dios? (Hec. 8, 14).
¿Que os parecería,
venerables hermanos, si nos permitiésemos ahora mismo enviar a su Santidad Pío
IX y a su eminencia Monseñor Plantier al Patriarca de Constantinopla para
persuadirle de que pusiese fin al cisma de Oriente?
Mas, he aquí otro
hecho de mayor importancia. Un Concilio Ecuménico se reúne en Jerusalén para
decidir cuestiones que dividían a los fieles. ¿Quién debiera convocar ese
Concilio, si S. Pedro fuese Papa? Claramente, S. Pedro o su delegado. ¿Quién
debiera presidirlo? S. Pedro o su delegado. ¿Quién debiera formar o promulgar
los cánones? S. Pedro. Pues bien; ¡nada de esto sucedió! Nuestro Apóstol asistió
al Concilio, así como los demás, pero no fue él quien reasumió la discusión,
sino Santiago; y cuando se promulgaron los decretos se hizo en nombre de los
Apóstoles, Ancianos y hermanos. (Hech. cap. 15).
¿Es esta la práctica de
nuestra Iglesia?
Cuanto más lo examino, ¡oh venerables hermanos! tanto
más estoy convencido que en las sagradas Escrituras el hijo de Jonás no parece
ser el primero. Ahora bien; mientras nosotros enseñamos que la Iglesia está
edificada sobre S. Pedro, San Pablo, cuya autoridad no puede dudarse, dice, en
su Epístola a los Efesios (2-20), que está edificada sobre el
fundamento de los Apóstoles y Profetas, siendo la principal piedra del ángulo
Jesucristo mismo.
Este mismo Apóstol cree tan poco en la supremacía de
Pedro, que abiertamente culpa a los que dicen "somos de Pablo, somos de Apolo"
(1ª. Corintios, 1 y 12), así como culparía a los que dijesen, "somos de Pedro".
Si este último Apóstol hubiese sido el Vicario de Cristo, S. Pablo se hubiera
guardado bien de no censurar con tanta violencia a los que pertenecen a su
propio colega.
El mismo Apóstol Pablo al enumerar los oficios de la
Iglesia, menciona Apóstoles, Profetas, Evangelistas, Doctores y
Pastores.
¿Es creíble, mis venerables hermanos, que S. Pablo, el gran
Apóstol de los Gentiles, olvidase el primero de estos oficios, --el Papado-- si
el Papado fuera de divina Institución? Ese olvido me parece tan imposible como
el de un historiador de este Concilio que no hiciese mención de Su Santidad Pío
IX (Varias voces: ¡Silencio, hereje, silencio!).
Calmaos, venerables
hermanos, que todavía no he concluido. Impidiéndome que prosiga os demostraríais
al mundo prontos a hacer injusticia, cerrando la boca del último miembro de esta
Asamblea.
El Apóstol Pablo no hace mención en ninguna de sus
epístolas a las diferentes Iglesias, de la primacía de Pedro. ¿Si esta Primacía
existiese, si, en una palabra, la Iglesia hubiese tenido una cabeza suprema
dentro de sí, infalible en enseñanza, podría el gran Apóstol de los Gentiles
olvidarse de mencionarla? ¡Qué digo! Más probable es que hubiere escrito una
larga Epístola sobre esta importante materia. Entonces, cuando el edificio de la
doctrina cristiana fue erigido, ¿podría, como lo hace, olvidarse de la
fundación, de la clave del arco? Ahora bien; (si no opináis que la Iglesia de
los Apóstoles fue herética, lo que ninguno de vosotros desearía ni osaría decir)
estamos obligados a confesar que la Iglesia nunca fue más bella, más pura ni más
santa que en los tiempos en que no hubo Papa. (No es verdad, no es verdad). No
diga Monseñor de Laval "no". Si alguno de vosotros, mis venerables hermanos, se
atreve a pensar que la Iglesia que tiene hoy un Papa por cabeza, es más firme en
la fe, más pura en la moralidad, que la Iglesia Apostólica, dígalo abiertamente
ante el Universo, puesto que este recinto es un centro desde el cual nuestras
palabras vuelan de polo a polo. Prosigo.
Ni en los escritos de S. Pablo,
S. Juan o Santiago descubro traza alguna o germen del poder Papal; S. Lucas, el
historiador de los trabajos misioneros de los Apóstoles, guarda silencio sobre
este importantísimo asunto. El silencio de estos hombres santos, cuyos escritos
forman parte del canon de las divinamente inspiradas Escrituras, no parece tan
penoso o imposible, si Pedro fuese Papa, y tan inexcusable como si Thiers,
escribiendo la historia de Bonaparte, omitiese el título de
Emperador.
Veo delante de mí un miembro de la Asamblea, que dice,
señalándome con el dedo: "¡Ahí está un obispo cismático, que se ha introducido
entre nosotros con falsa bandera!".
No, no, mis venerables hermanos; no
he entrado en esta augusta asamblea como un ladrón, por la ventana, sino por la
puerta como vosotros; mi título de obispo me dio derecho a ello, así como mi
conciencia cristiana me obliga hablar y decir lo que creo ser la
verdad.
Lo que más me ha sorprendido y que, además, se puede demostrar,
es el silencio del mismo San Pedro. Si el Apóstol fuese lo que le proclamáis que
fue --es decir, Vicario de Jesucristo en la tierra--, él al menos debería
saberlo. Si lo sabía, ¿cómo sucede que ni una vez sola obró como Papa? Podría
haberlo dicho el día de Pentecostés, cuando predicó su primer sermón, y no lo
hizo; en el Concilio de Jerusalén, y no lo hizo, en Antioquía, y no lo hizo,
como tampoco lo hace en las dos Epístolas que dirige a la
Iglesia.
¿Podéis imaginaros un tal Papa, mis venerables hermanos, si
Pedro era Papa?
Resulta, pues, que si queréis mantener que fue Papa, la
consecuencia natural es, que él no lo sabía. Ahora pregunto a todo el que tenga
cabeza conque pensar y mente conque reflexionar: ¿Son posibles estas dos
suposiciones?
Pero escucho decir por todos lados: Pues qué, ¿no estuvo
San Pedro en Roma? ¿No fue crucificado con la cabeza abajo? ¿No se hallan los
lugares donde enseñó, y los altares donde dijo misa, en esta ciudad
eterna?
Que San Pedro haya estado en Roma, reposa, mis venerables
hermanos, sólo sobre la tradición; mas aún, si hubiese sido obispo de Roma,
¿cómo podéis probar de su episcopado su supremacía? Escaligero, uno de los
hombres eruditos, no vacila en decir, que el episcopado de San Pedro y su
residencia en Roma deben clasificarse con las leyendas más ridículas. (Repetidas
voces: "tapadle la boca, tapadle la boca; hacedle descender de esa
cátedra!")
Venerables hermanos, estoy pronto a callarme; mas ¿no es mejor
en una Asamblea como la nuestra, probar todas las cosas como manda el Apóstol, y
creer solo lo que es bueno? Pero mis venerables amigos, tenemos un dictador,
ante el cual todos debemos postrarnos y callar, aún su Santidad Pío Nono, e
inclinar la cabeza. Este dictador es la Historia.
Esto no es como un
legendario que se puede formar al estilo que el alfarero hace su barro, sino
como un diamante que esculpe en el cristal palabras indelebles. Hasta ahora me
he apoyado sólo en ella, y no encuentro vestigio alguno del Papado en los
tiempos Apostólicos; la falta es suya no mía. ¿Queréis quizá colocarme en la
posición de un acusado de mentira? Hacedlo si podéis.
Oigo a la derecha
estas palabras: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia."
(Mateo, 16 y 18).
Contestaré esta objeción después, mis venerables
hermanos; mas, antes de hacerlo, deseo presentaros el resultado de mis
investigaciones históricas.
No hallando ningún vestigio del Papado en los
tiempos Apostólicos, me dije a mí mismo: quizás hallaré lo que ando buscando en
los anales de la Iglesia.
Pues bien, lo digo francamente, busqué el Papa
en los cuatro primeros siglos, y no he podido dar con él.
Espero que
ninguno de vosotros dudará de la gran autoridad del Santo Obispo de Hipona, el
gran y bendito San Agustín.
Este piadoso doctor, honor y gloria de la
Iglesia Católica, fue secretario en el Concilio de Melive. En los decretos de
esa venerable asamblea se hallan estas palabras significativas: "Todo el que
apelase a los de la otra parte del mar, no será admitido a la comunión por
ninguno en el África."
Los obispos de África reconocían tan poco al
obispo de Roma, que castigan con excomunión a los que recurriesen a su
arbitrio.
Estos mismos obispos, en el sexto Concilio de Cartago,
celebrado bajo Aurelio, obispo de dicha ciudad, escribiendo a Celestino, obispo
de Roma, amonestándole que no recibiese apelaciones de los obispos, sacerdotes o
clérigos de África; que no enviase más legados y comisionados y que no
introdujese el orgullo humano en la Iglesia.
Que el Patriarca de Roma
había desde los primeros tiempos tratado de atraerse a sí mismo toda la
autoridad, es un hecho evidente; y lo es un hecho igualmente evidente que no
poseía la supremacía que los ultramontanos le atribuyen. Si la poseyese,
¿osarían los obispos de África, San Agustín entre ellos, prohibir apelaciones a
los decretos de su supremo tribunal?
Lo confieso, sin embargo, que el
Patriarca de Roma ocupaba el primer puesto. Una de las leyes de Justiniano dice:
"Mandamos, conforme a la definición de los cuatro Concilios, que el Santo Papa
de la antigua Roma sea el primero de los obispos y que su alteza el arzobispo de
Constantinopla, que es la nueva Roma, sea el segundo." Inclínate, pues, a la
supremacía del Papa, me diréis.
No corráis tan apresurados a esa
conclusión, mis venerables hermanos, porque la ley de Justiniano lleva escrito
al frente: "del orden de Sedes Patriarcales." Precedencia es una cosa, y el
poder de jurisdicción es otra.
Por ejemplo: suponiendo que en Florencia
se reuniese una asamblea de todos los obispos del reino, la precedencia se
daría, naturalmente, al Primado de Florencia, así como entre los orientales se
concedería al Patriarca de Constantinopla, y en Inglaterra al arzobispo de Canterbury. Pero ni el primero, segundo, ni tercero, podrían aducir de la
asignada posición una jurisdicción sobre sus compañeros.
La importancia
de los obispos de Roma, procede, no de un poder divino, sino de la importancia
de la ciudad donde está su Sede.
Monseñor Darboy no es superior en
dignidad al arzobispo de Avignon; mas no obstante, París le da una consideración
que no tendría, si en vez de tener su palacio en orillas del Sena, se hallase
sobre el Ródano. Esto que es verdadero en la jerarquía religiosa, lo es también
en materias civiles y políticas. El prefecto de Florencia no es más que un
prefecto, como el de Pisa, pero civil y políticamente es de mayor
importancia.
He dicho ya que desde los primeros siglos el Patriarca de
Roma aspiraba al gobierno universal de la Iglesia. Desgraciadamente casi lo
alcanzó, pero no consiguió ciertamente sus pretensiones, porque el emperador
Teodosio II hizo una ley, por la cual estableció que el Patriarca de
Constantinopla tuviese la misma autoridad que el de Roma.
Los padres del Concilio de Calcedonio, colocan a los obispos de la
antigua y nueva Roma en la misma categoría en todas las cosas, aún en las
eclesiásticas. (Can. 28).
El sexto Concilio de Cartago prohibió a todos
los obispos se abrogasen el título de príncipe, de obispo de los obispos, u
obispos soberanos.
En cuanto al título de Obispo Universal, que los Papas
se abrogaron más tarde, San Gregorio I, creyendo que sus sucesores nunca
pensarían adornarse con él, escribió estas palabras:
"Ninguno de mis
predecesores ha consentido llevar ese título profano, porque cuando un Patriarca
se abroga a sí mismo el nombre Universal, el título de Patriarca sufre
descrédito. Lejos está, pues, de los cristianos el deseo de darse un título que
cause descrédito a sus hermanos."
San Gregorio dirigió estas palabras a
su colega de Constantinopla, que pretendía hacerse Primado de la Iglesia. El
Papa Pelagio II llama a Juan, obispo de Constantinopla, que aspiraba al Sumo
Pontificado, impío y profano.
"No se le importe, decía, el título de
Universal que Juan ha usurpado ilegalmente, --que ninguno de los Patriarcas se
abrogue este nombre profano-- porque ¿cuántas desgracias no debemos esperar, si
entre los sacerdotes se suscitasen tales ambiciones? Alcanzarían lo que se tiene
predicho de ellos: "El es rey de los hijos del orgullo". (Pelagio II, Cett.
13).
Estas autoridades, y podía citar cien más de igual valor, ¿no
prueban con una claridad igual al resplandor del Sol en medio del día, que los
primeros obispos de Roma no fueron reconocidos como obispos universales y
cabezas de la Iglesia, sino hasta tiempos muy posteriores?
Y por otra
parte, ¿quién no sabe que desde el año 325, en el cual se celebró el primer
Concilio Ecuménico de Nicea, entre más de 1.100 obispos que asistieron, no se hallaron presentes mas que diecinueve
obispos de Occidente?
¿Quién ignora que los Concilios fueron convocados
por emperadores, sin siquiera informarles de ello, y frecuentemente aún en
oposición a los deseos del obispo de Roma? ¿O que Osio, obispo de Córdoba,
presidió en el primer Concilio de Nicea, y redactó sus cánones? El mismo Osio
presidiendo después el Concilio de Sardica, excluyó al legado de Julio, obispo
de Roma. No diré más, mis venerables hermanos, y pasaré a hablar del gran
argumento a que se refirió anteriormente, para establecer el Primado del obispo
de Roma.
Por la roca (piedra) sobre que la Santa Iglesia está edificada,
entendéis que es Pedro; si esto fuera verdad, la disputa quedaría terminada, mas
nuestros antepasados, y ciertamente debieron saber algo, no opinan sobre esto
como nosotros.
San Cirilo, en su cuarto libro sobre la Trinidad, dice:
"Creo que por la roca debéis entender la fe inmovible de los Apóstoles."
San Olegario, obispo de Poitiers, en su segundo libro sobre la Trinidad, dice:
"La roca (piedra) es la bendita y sola roca de la fe confesada por la boca de
San Pedro"; y en el sexto libro de la Trinidad, dice: "Es sobre esta roca, de la
confesión de fe, que la Iglesia está edificada". "Dios, dijo San Gerónimo
en el sexto libro sobre San Mateo, ha fundado su Iglesia sobre esta roca, y es
de esta roca que el Apóstol Pedro fue apellidado". De conformidad con él,
San Crisóstomo dice en su homilía 55 sobre San Mateo: "Sobre esta roca edificaré
mi Iglesia, es decir, sobre la fe de la confesión". Ahora bien, ¿cuál fue la
confesión del Apóstol? Hela aquí:
"Tú eres el Cristo, el hijo del
Dios viviente".
Ambrosio, el santo arzobispo de Milán, (sobre el segundo
capítulo de la epístola a los Efesios). San Basilio de Salencia y los padres del
Concilio de Calcedonia, enseñan precisamente la misma cosa.
Entre todos
los doctores de la antigüedad cristiana, San Agustín ocupa uno de los primeros
puestos por su sabiduría y santidad. Escuchad, pues, lo que escribe sobre la
primera epístola de San Juan: "¿Qué significan las palabras edificaré mi Iglesia
sobre esta roca? Sobre esta fe, sobre esto que dices, tú eres el Cristo, el Hijo
del Dios viviente."
En su tratado 124 sobre San Juan, encontramos esta
muy significativa frase: "Sobre esta roca, que tu has confesado, edificaré mi
Iglesia, puesto que Cristo mismo era la roca."
El gran obispo creía tan
poco que la Iglesia fuese edificada sobre San Pedro, que dijo a su grey, en su
sermón 13: "Tú eres Pedro, y sobre esta roca (piedra) que tú has confesado,
sobre esta roca que tú has reconocido, diciendo: Tú eres el Cristo, el hijo del
Dios viviente, edificaré mi Iglesia sobre mi mismo, que soy el hijo de Dios
viviente, la edificaré sobre mi mismo y no sobre ti."
Lo que San Agustín
enseñaba sobre este célebre pasaje, era la opinión de todo el mundo cristiano en
sus días. Por consiguiente, reasumo y establezco:
1º. Que Jesús dio a sus
Apóstoles el mismo poder que dio a Pedro.
2º. Que los Apóstoles nunca
reconocieron en San Pedro al vicario de Jesucristo y al infalible doctor de la
Iglesia.
3º. Que el mismo Pedro nunca pensó ser Papa, y nunca obró como
si fuese Papa.
4º. Que los Concilios de los cuatro primeros siglos,
mientras reconocían la alta posición que el obispo de Roma ocupaba en la Iglesia
por motivo de Roma, tan sólo le otorgaron una preeminencia honorífica, nunca el
poder y jurisdicción.
5º. Que los santos padres, en el famoso pasaje: "Tú
eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia", nunca entendieron que la
Iglesia estaba edificada sobre Pedro (super Petrum), sino sobre la roca (super
petram), es decir, sobre confesión de la fe del Apóstol.
Concluyo
victoriosamente, conforme a la historia, la razón, la lógica, el buen sentido y
la conciencia cristiana, que Jesucristo no dio supremacía alguna a San Pedro, y
que los obispos de Roma no se constituyeron soberanos de la Iglesia, sino tan
sólo confiscando uno por uno todos los derechos del episcopado. (Voces:
silencio, insolente protestante, silencio).
¡No soy un protestante
insolente! ¡No, mil veces no!
La historia no es católica, ni anglicana,
ni calvinista, ni interna, ni arminiana, ni griega cismática, ni ultramontana.
Es lo que es, es decir, algo más poderosa que todas las confesiones de fe, que
todos los Cánones de los Concilios Ecuménicos.
¡Escribid contra ella, si
osáis hacerlo!. Mas no podréis destruirla, como tampoco sacando un ladrillo del
Coliseo podríais hacerle derribar.
Si he dicho algo que la historia
pruebe ser falso, enseñádmelo con la historia; y, sin un momento de titubeo,
haré la más honorable apología. Mas tened paciencia, y veréis que todavía no he
dicho todo lo que quiero y puedo; y aún si la pira fúnebre me aguardase en la
plaza de San Pedro, no callaría, porque me siento precisado a
proseguir,
Monseñor Dupanloup, en sus célebres observaciones sobre este
Concilio del Vaticano, ha dicho, y con razón, que si declaramos a Pío Nono
infalible, deberemos necesariamente, y de lógica natural, vernos precisados a
mantener que todos sus predecesores eran también infalibles. Pero, venerables
hermanos, aquí la historia levanta su voz con autoridad asegurándonos que
algunos Papas erraron. Podéis protestar contra esto, o negarlo, si así os place;
mas yo lo probaré.
El Papa Víctor (192), primero aprobó el Montanismo, y
después lo condenó.
Marcelino (296 a 303) era un idólatra. Entró en el
templo de Vesta y ofreció incienso a la diosa. Diréis, quizá, que fue un acto de
debilidad; pero contesto: un Vicario de Jesucristo, muere, mas no se hace
apóstata.
Liborio (358) consintió en la condenación de Atanasio; después
hizo profesión de Arrianismo, para lograr que se le revocase el destierro y se
le restituyese su Sede.
Honorio (625) se adhirió al Monoteísmo; el padre
Gratri lo ha probado hasta la evidencia.
Gregorio I (578 a 590) llama Anticristo a cualquiera que se diese el nombre de Obispo Universal; y, al
contrario, Bonifacio III (607 a 608) persuadió al emperador parricida Phocas, a
conferírsele dicho título.
Pascual II (1088 a 1099) y Eugenio III (1145 a
1153) autorizaron los desafíos; mientras que Julio II (1509) y Pío IV (1560) los
prohibieron.
Eugenio IV (1431 a 1439) aprobó el Concilio de Basilea y la
restitución del cáliz a la Iglesia de Bohemia, y Pío II (1458) revocó la
concesión; Adriano II (867 a 872) declaró el matrimonio civil válido; pero Pío
VII (1800 a 1823) lo condenó.
Sixto V (1585 a 1590) publicó una edición
de la Biblia, y con una bula recomendó su lectura, mas Pío VII condenó su
lectura. Clemente XIV (1700 a 1721) abolió la compañía de los Jesuitas,
permitida por Pablo III, y Pío VII la restableció.
Mas ¿A qué buscar
pruebas tan remotas? ¿No ha hecho otro tanto nuestro Santo Padre, que está
presente aquí, en su bula dando reglas para este mismo Concilio, en el caso de
que muriese mientras se halla reunido, revocando todo cuanto en tiempos pasados
fuese contrario a ello, aún cuando procediese de las decisiones de sus
predecesores? Y ciertamente; si Pío Nono ha hablado ex cátedra, no es cuando
desde lo profundo de su sepulcro impone su voluntad sobre los soberanos de la
Iglesia.
Nunca concluiría, mis venerables hermanos, si tratase de
presentar a vuestra vista las contradicciones de los Papas en sus enseñanzas.
Por lo tanto, si proclamáis la infalibilidad del Papa actual, tendréis que probar,
o bien que los Papas nunca se contradijeron, lo que es imposible, o bien
tendréis que declarar que el Espíritu Santo os ha revelado que la infalibilidad
del Papado tan sólo fecha 1870. ¿Sois bastante atrevidos para hacer
esto?
Quizás los pueblos estén indiferentes y dejen pasar cuestiones
teológicas que no entienden, y cuya importancia no ven; pero aún cuando sean
indiferentes a los principios, no lo son en cuanto a los hechos.
Pues
bien, no os engañéis a vosotros mismos. Si decretáis el dogma de la infalibilidad
Papal, los protestantes, nuestros adversarios, montarán a la brecha, con tanta
más bravura, puesto que tienen la historia de su lado; mientras que nosotros
sólo tendremos nuestra negación que oponerles.
¿Qué les diremos cuando
expongan a todos los obispos de Roma, desde los días de Lucas hasta Su Santidad
Pío IX? ¡Ay! si todos hubiesen sido como Pío IX triunfaríamos en toda la línea;
mas, ¡desgraciadamente no es así! (Gritos de ¡silencio, silencio, basta, basta!)
¡No gritéis, Monseñores! Temer a la historia es confesaros derrotados; y,
además, aún si pudiéramos hacer correr toda el agua del Tíber sobre ella no
podríais borrar ni una sola de sus páginas. Dejadme hablar y seré tan breve como
sea posible en este importantísimo asunto.
El Papa Virgilio (538) compró
el Papado a Belisario, teniente del emperador Justiniano. Es verdad que rompió
su promesa, y nunca pagó por ello.
¿Es esta una manera canónica de
ceñirse la tiara? El segundo Concilio de Calcedonia, lo condenó formalmente. En
uno de sus cánones se lee: "El obispo que obtenga su episcopado por dinero lo
perderá, y será degradado."
El Papa Eugenio III (1148) imitó a Virgilio.
San Bernardo, la estrella brillante de su tiempo, reprendió al Papa, diciéndole:
"¿podréis enseñarme en esta gran ciudad de Roma alguno que os hubiera recibido
por Papa, sin haber primero recibido oro o plata por ello?"
Mis
venerables hermanos ¿será el Papa que establezca un banco en las puertas del
Templo inspirado del Espíritu Santo? ¿Tendrá derecho alguno de enseñar a la
Iglesia la infalibilidad?
Conocéis la historia de Formoso demasiado bien,
para que yo pueda añadir nada. Esteban XI hizo exhumar su cuerpo, vestido con
ropas pontificales; hizo cortarle los dedos con que acostumbraba dar la
bendición; y después lo hizo arrojar al Tíber, declarando que era un perjuro e
ilegítimo. Entonces el pueblo aprisionó a Esteban, lo envenenó y le agarrotaron.
Romano, sucesor de Esteban y tras él Juan X, rehabilitaron la memoria de
Formoso.
Quizás me diréis, esas son fábulas, no historia. ¡Fábulas! Id,
Monseñores, a la librería del Vaticano, y leed a Platina, el historiador del
Papado, y los anales de Baronio. ( año 897.)
Estos son hechos que, por
honor a la Santa Sede, desearíamos ignorar; cuando se trata de definir un dogma
que podrá provocar un gran cisma en medio de nosotros, el amor que abrigamos
hacia nuestra venerable madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, ¿deberá
imponernos el silencio?, prosigo.
El erudito cardenal Baronio, hablando
de la corte Papal, dice --(haced atención, mis venerables hermanos, a estas
palabras)-- ¿Qué parecía la Iglesia Romana en aquellos tiempos? ¡Qué infamia!
Solo los poderosísimos cortesanos gobernaban en Roma! Eran ellos los que daban,
cambiaban y se tomaban obispados; y, ¡horrible es relatarlo! hacían a sus
amantes, los falsos Papas, subir al Trono de San Pedro." (Baronio, año 912.)
Me contestaréis, esos eran Papas falsos, no los verdaderos. Séalo
así, mas en este caso, si por cincuenta años la Sede de Roma se hallaba ocupada
por anti-Papas, ¿cómo podréis reunir el hilo de la sucesión Papal?
¡Pues
qué! ¿ha podido la Iglesia existir, al menos por el término de un siglo y medio,
sin cabeza hallándose acéfala? ¡Notad bien! La mayor parte de los anti-Papas se
ven en el árbol genealógico del Papado; y seguramente deben ser éstos los que
describe Baronio; porque aún Genebrado, el gran adulador de los Papas, se
atrevió a decir en sus crónicas (año 901.) "Este centenario ha sido
desgraciado, pues, que por cerca de 150 años los Papas han caído de las virtudes
de sus predecesores, y se han hecho Apóstatas más bien que
Apóstoles".
Bien comprendo como el ilustre Baronio se avergonzaba al
narrar los actos de esos obispos romanos. Hablando de Juan XI (931) hijo natural
del Papa Sergio y de Marozia, escribió estas palabras en sus anales: "La Santa
Iglesia, es decir la Romana, ha sido vilmente atropellada por un
monstruo.
Juan XII (956) elegido Papa a la edad de diez y ocho años,
mediante las influencias de cortesanos, no fue en nada mejor que su
predecesor."
Me desagrada, mis venerables hermanos, tener que mover tanta
suciedad. Me callo tocante a Alejandro VI, padre y amante de Lucrecia; doy la
espalda a Juan XXII (1316) que negó la inmortalidad del alma, y que fue depuesto
por el Santo Concilio Ecuménico de Constanza.
Algunos mantendrán que este
Concilio fue solo privado. Séalo así; pero si le negáis toda clase de autoridad,
deberéis mantener, como consecuencia lógica, que el nombramiento de Martín V,
(1417) era ilegal. Entonces ¿en dónde va a parar la sucesión Papal? ¿Podréis
hallar su hilo?
No hablo de los cismas que han deshonrado la Iglesia. En
esos desgraciados tiempos la Sede de Roma se hallaba ocupada por dos, y a veces
tres competidores. ¿Quién de éstos era el verdadero Papa?
Resumiendo una
vez más, vuelvo a decir, que si decretáis la infalibilidad del actual obispo de
Roma, deberéis establecer la infalibilidad de todos los anteriores, sin excluir a
ninguno; mas ¿podréis hacer esto cuando la historia está allí probando, con una
claridad igual a la del sol mismo, que los Papas han errado en sus enseñanzas?
¿podéis hacerlo y mantener que Papas avaros, incestuosos, homicidas, simoníacos,
han sido Vicarios de Jesucristo? ¡Ah! ¡venerables hermanos! mantener tal
enormidad sería hacer traición a Cristo peor que Judas, sería echarle suciedad a
la cara. (Gritos: ¡abajo de la Cátedra! ¡pronto! ¡cerrad la boca del
hereje!)
Mis venerables hermanos, estáis gritando; ¿pero no sería más
digno pesar mis razones y mis palabras en la balanza del Santuario? Creedme: la
historia no puede hacerse de nuevo; allí está y permanecerá por toda la
eternidad, protestando enérgicamente contra el dogma de la infalibilidad Papal.
Podréis declararla unánime, ¡pero faltará un voto, y ese será el
mío!.
Los verdaderos fieles, Monseñores, tienen los ojos sobre nosotros,
esperando de nosotros algún remedio para los innumerables males que deshonran a
la Iglesia. ¿Desmentiréis sus esperanzas? ¿Cuál no será nuestra responsabilidad
ante Dios, si dejamos pasar esta solemne ocasión que Dios nos ha dado para curar
la verdadera fe?
Abracémosla, mis hermanos; armémonos con un ánimo Santo;
hagamos un supremo y generoso esfuerzo; y volvamos a la doctrina de los
Apóstoles, puesto que, fuera de ella, no hay más que errores, tinieblas y
tradiciones falsas.
Aprovechémonos de nuestra razón e inteligencia,
tomando a los Apóstoles y Profetas por nuestros únicos maestros en cuanto a la
cuestión de las cuestiones. "¿Qué debo hacer para ser salvo?" Cuando hayamos
decidido esto, habremos puesto el fundamento de nuestro sistema
dogmático.
Firmes e inmóviles como la roca, constantes e incorruptibles
en las divinamente inspiradas escrituras, llenos de confianza, diremos ante el
mundo, y, como el Apóstol San Pablo en presencia de los libres pensadores, no
reconoceremos "a nadie más que a Jesucristo y el Crucificado." Conquistaremos,
mediante la predicación del "martirio de la cruz," así como San Pablo conquistó
a los sabios de Grecia y Roma, y la Iglesia Romana, tendrá su glorioso 98. (Gritos clamorosos: ¡bájate! ¡fuera con el protestante, el calvinista, el
traidor de la Iglesia!)
Vuestros gritos, Monseñores, no me atemorizan. Si
mis palabras son calurosas, mi cabeza está serena. Yo no soy de Lutero ni de
Calvino, ni de Pablo ni de los Apóstoles, pero sí de Cristo. (Renovados gritos:
¡anatema! ¡apóstata!)
¡Anatema, Monseñores, anatema! Bien sabéis que no
estáis protestando contra mí, sino contra los Santos Apóstoles, bajo cuya
protección desearía que este Concilio colocase a la Iglesia. ¡Ah! si cubiertos
con sus mortajas saliesen de sus tumbas ¿hablarían de una manera diferente a la
mía?
¿Qué les diríais, cuando con sus escritos os dicen que el Papado se
ha apartado del Evangelio del Hijo de Dios que ellos predicaron y confirmaron
tan generosamente con su sangre? ¿Os atreveríais a decirles: Preferimos la
doctrina de nuestros Papas, nuestros Bellarminos, nuestros Ignacios de Loyola a
la vuestra? ¡No, mil veces no! a no ser que hayáis tapado vuestros oídos para no
oír, cubierto vuestros ojos para no ver, y embotado vuestra mente para no
comprender.
¡Ah! si el que reina arriba quiere castigarnos, haciendo caer
pesadamente su mano sobre nosotros, como hizo a Faraón, no necesita permitir a
los soldados de Garibaldi que nos arrojen de la ciudad Eterna; bastará con dejar
que hagáis a Pío Nono un Dios, así como se ha hecho una diosa de la
Bienaventurada Virgen.
Deteneos, deteneos, venerables hermanos, en el
odioso y ridículo precipicio en que os habéis colocado. Salvad a la Iglesia del
naufragio que la amenaza, buscando en las Sagradas Escrituras solamente la regla
de fe que debemos creer y profesar. He dicho. Dígnese Dios
asistirme."
Estas últimas palabras fueron recibidas con signos de
desaprobación semejantes a los de un teatro. Todos los padres se
levantaron; muchos se fueron de la sala. Bastantes italianos, americanos y
alemanes y algunos cuantos franceses e ingleses, rodearon al valiente orador, y
con un apretón de manos fraternal, demostraron estar conformes con su manera de
pensar
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© 12/2005